Pocas cosas hay que traigan tan gratas evocaciones como son las fuentes de agua cantarinas o las veladas en que la falta de luz eléctrica permite que de inmediato se forme un ambiente de intimidad.
No en balde para una cena romántica se piensa en esa atmósfera especial que da la luz tamizada, titilante y débil de una fuente más natural.
Recuerdo con especial intensidad las tardes de verano en el campo en que no había más luz que un motor a explosión ruidoso que fallaba mucho, por lo que era una excepción que se encendiera, por eso usábamos lámparas "Aladino" de parafina, o simplemente candelas, que transportaban las niñeras para llevarnos a acostar. Antes de eso, uno esperaba hasta que el último rayito de sol se ocultara para encender nada. Esa penumbra era apta para en verano sentarse al fresco en el corredor de la vieja casa de campo, enorme, aunque ahora dude de sus dimensiones reales; con seguridad me decepcionarían hoy.
La luz de las velas, de una hoguera, es a escala humana, la comprendemos y nos comprende; permite que nuestros relojes biológicos funcionen, pues nos levantamos al alba y nos acostamos al ocaso con un agradable declinar de las actividades hasta estar con la relajación que permite un sueño sin sobresaltos, como de los benditos.
En invierno, el frío nos invita a acurrucarnos cerca del fuego amistoso y cálido, que nos tiende una mano para las confidencias, la charla entrañable y el amor. Verdaderamente añoro esas instancias y por eso me encantan los momentos en que falla las energía eléctrica y nos quedamos sin ruidos, sin zumbidos de la civilización, sin deslumbres artificiales y regresamos a lo que somos, individuos que formamos parte de la Creación y que desde el fondo de nuestra naturaleza la buscamos, impóluta, como fue hecha, ¡y no reniego de la civilización!, sólo que pediría un poco de calma en medio de ella.
No en balde para una cena romántica se piensa en esa atmósfera especial que da la luz tamizada, titilante y débil de una fuente más natural.
Recuerdo con especial intensidad las tardes de verano en el campo en que no había más luz que un motor a explosión ruidoso que fallaba mucho, por lo que era una excepción que se encendiera, por eso usábamos lámparas "Aladino" de parafina, o simplemente candelas, que transportaban las niñeras para llevarnos a acostar. Antes de eso, uno esperaba hasta que el último rayito de sol se ocultara para encender nada. Esa penumbra era apta para en verano sentarse al fresco en el corredor de la vieja casa de campo, enorme, aunque ahora dude de sus dimensiones reales; con seguridad me decepcionarían hoy.
La luz de las velas, de una hoguera, es a escala humana, la comprendemos y nos comprende; permite que nuestros relojes biológicos funcionen, pues nos levantamos al alba y nos acostamos al ocaso con un agradable declinar de las actividades hasta estar con la relajación que permite un sueño sin sobresaltos, como de los benditos.
En invierno, el frío nos invita a acurrucarnos cerca del fuego amistoso y cálido, que nos tiende una mano para las confidencias, la charla entrañable y el amor. Verdaderamente añoro esas instancias y por eso me encantan los momentos en que falla las energía eléctrica y nos quedamos sin ruidos, sin zumbidos de la civilización, sin deslumbres artificiales y regresamos a lo que somos, individuos que formamos parte de la Creación y que desde el fondo de nuestra naturaleza la buscamos, impóluta, como fue hecha, ¡y no reniego de la civilización!, sólo que pediría un poco de calma en medio de ella.
9 comentarios:
Si, la complicidad de la lúz tenue de las velas, el amanecer o atardecer en su natural esplendor...el amparo del fuego...los olores, los colores...La ciudad tiene sus encantos, pero no llegan al alma, y se pierde un poco ella
saludos Ale
Tengo que reconocer que soy de las que se pone histérica cuando se corta la luz porque no puedo leer, estudiar, ver tele, escuchar música o estar en el computador, y después de mucho rato, me acuerdo de que la electricidad sólo se inventó (¿o se descubrió?, típica pregunta filosófica) hace un poco más de un siglo, y que el hombre es capaz de sobrevivir pefectamente sin ella.
Que te puedo decir..la complicidad..que te entrega, la poca luz..es lo mas lido que puede pasar....
A mi me encantan los atardeceres...los espero y no prendo ninguna luz, hasta que solo queda la luna....
y la luz de la luna..me encanta....pues entra por mi ventana en las noches....
el frio?...pide cariño? no?.--
saludos!!
Estas reflexiones me vienen en gran medida por la medida natural de los ciclos estacionales. Mi árbol de la calle con sus hojas amarillas y caídas ya me anuncia que hay que ir pensando en la ropa de "avance de temporada".
Gracias Loreto por tu comentario. Ya te visitaremos en tu sitio, espero que pronto.
Bajamar, en tu Chiloé debe ser precioso cuando se corta la luz y se junta la familia alrededor de la cocina a leña, con olores de esas comidas sureñas. (Soy una golosa impenitente, perdón)
Carina Te he dejado un largo comentario en tu sitio. El tema que has tratado es apasionante. Gracias por venir.
Muy lindo blog, me gusta mucho la forma en que escribes. Saludos
Gracias A_X, me gustó el tuyo, pero hace mucho que no escribes, me parece. Ojalá regreses, amigo.
Que buena reflexión Ale. De vez en cuando echo de menos caminar descalzo, sentir la tierra, el calor de un fuego, poder mirar las estrellas...Todo lo que no puede hacer uno en la gran ciudad.
Que bellos, me hiciste evocar cuando la luz se iba en casa de mi abuela, época de vacaciones en la playa, donde todos los primos nos reuníamos y algún adulto contaba historias de fantasma.
Es rico ese silencio donde solo alumbra las estrellas y una lámpara de parafina, el cual tengo, me lo traje de recuerdo
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